REVISTA AMEREIAF No. 4
16 garantizar un dintel mínimo de calidad prescribiendo criterios de operación durante la pandemia, las instituciones privadas se vieron obligadas a invertir en equipamiento y soluciones, aumentado su endeudamiento. Las grandes universidades privadas, con algunas bien asentadas financieramente en países como Colombia, Chile, México o Perú, pudieron asumir el golpe no sin acusar pérdidas pero supieron aprovechar sus recursos para resituarse, con propuestas que intentan consolidar su posición de liderazgo. Finalmente, las ofertas privadas enteramente a distancia prosperaron gracias al empuje de grupos ajenos a la región que se instalaron con fuerza, realizando adquisiciones de pequeñas instituciones locales. En definitiva, el variado panorama de la educación superior privada ha acusado el golpe, pero su respuesta ha venido fuertemente marcada por sus distintos niveles capitalización y sus capacidades tecnológicas y pedagógicas. El caso de las universidades públicas es bien distinto. Como en la región sus aranceles acostumbran a representar un porcentaje menor de los ingresos (e incluso en algunos países como Argentina y Uruguay, no existen), el golpe acusado fue menor. Más tarde o más temprano, la práctica totalidad de los gobiernos de la región generaron oportunidades de financiación adicional durante la crisis no solo para garantizar la continuidad pedagógica sino también de generar mecanismos de acompañamiento a los estudiantes que, en muchos casos, las universidades públicas ya habían desplegado como, por ejemplo, para mejorar la conectividad u ofrecer ayudas financieras directas (como en Chile, Colombia o Perú). En general, puede afirmarse que las universidades públicas se sintieron relativamente acompañadas por sus gobiernos durante la pandemia. El problema viene con el escenario pospandémico, cuando los gobiernos deben decidir qué prioridad otorgan a la educación superior en un contexto de recesión económica y crisis social, con un fuerte endeudamiento en salud pública y la conciencia de que hay que actuar, por encima de todo, para recuperar la normalidad en el sector escolar, donde los efectos económicos de las pérdidas de aprendizaje han sido sobradamente estimados. Los cambios de orientación política en múltiples países de la región (México, Argentina, Perú, Chile, Colombia y ahora Brasil) generaron expectativas de incremento de la inversión pública en educación superior, en parte para democratizar el acceso y en parte para resolver el grave problema del endeudamiento. Las promesas de creación de nuevas universidades, de progresiva gratuidad universal y de ayudas centradas en los grupos infrarespresentados o vulnerables se han venido topando con un contexto económico poco favorable a la expansión del gasto público que difícilmente va a cambiar, en un continente donde el país que, según la CEPAL, va a experimentar el mayor crecimiento económico será Venezuela. Es importante que en este contexto las universidades alcen la voz. Deben empezar por recordar a la opinión pública y a los gobiernos que durante la pandemia se volcaron no solo hacia sus estudiantes sino también, a través de sus actividades de investigación y clínicas, a encontrar soluciones a la crisis. Y, en segundo lugar, que la educación superior no es una fuente más de gasto que solo afecta a una minoría de la población juvenil, sino una importante palanca para la recuperación y la transformación económica y la movilidad y la cohesión sociales. Los gobiernos de la región tienen ante sí la oportunidad de ver en la educación superior una inversión de futuro con réditos prácticamente inmediatos. Y por su respuesta real a esta oportunidad, no por sus proclamas, deberán ser juzgados.
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